I
Arden los tiempos,
una lluvia de ceniza invisible
por toda la cuidad
restos de horas y horas,
y ella siempre barre la existencia del día,
en su trozo de acera,
mientras dice que así, uno tras otro,
se creó el mundo,
sabiduría simple que
en la luz de la farola de su fachada
trepa como un dulce ser.
Ella cierra su vieja puerta,
y me dice para qué temer
si en el recodo del patio
queda de mí apenas una sombra.
II
Come con dificultad el pan de existir,
su cuerpo de pan duro
en las fauces del hambre
que le arrugó la piel
y su dulce caricia de silencio que despierta
tras las mantas de un recuerdo,
aquel hombre del que me habla
cuando me para en la calle
mientras yo soy la sombra de mis cosas,
...no hay hombres como los de antes, dice.
Aquel hombre, hace ya mucho,
camina ahora, rumbo al horizonte
sin más amor que el de las piedras y la tierra
aquella alcoba plena, recuerda,
y su hombre arde en su caricia de silencio,
arde su alcoba rota en el baile de la luz,
trepa un dulce ser en sus sabios viejos
ojos de mujer.
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